Bang

Fue en uno de esos días en lo que todo invita a la apatía: la programación en televisión, las canciones que han sido demasiadas veces programadas y escuchadas en la radio, el libro que compré sólo por su portada y resultó ser malo de cojones, la nevera llena de comidas para uno. Incluso hacía sol y calor. Horrible.

Las horas se arrastraban con las dos piernas amputadas a machete, sangrantes, granates, y un brazo gangrenado. Tal era mi aburrimiento vital que busqué debajo de la cama la caja de madera. Estaba pegada a la pared, demasiado lejos como para alcanzarla, por lo que, como el tiempo, tuve que tirarme al suelo y reptar para cogerla. Mi límite era mi culo, que chocaba contra el travesaño de la estructura. «Tu puta madre…». Fui a por la escoba. Por el camino no recapacité, no me pregunté qué coño estaba haciendo. Nunca sabré si de haberlo hecho me hubiera hecho caso. Seguramente no.

Volví a la habitación y me tumbé en el suelo con rabia, con mucho odio, con desafío, con amenaza: tú no vas a ser más fuerte que yo. Para meter la escoba tuve que hacer maniobras, pues ésta chocaba con la estantería, el escritorio, la silla, absurda habitación pequeña, y mi enfado aumentaba mi determinación. Al fin pude poner la escoba paralela a mí, haciendo un ruido de hostia en la cara al chocar contra el suelo. Voy a por ti. La caja ofrecía resistencia, y durante un rato se escabulló de los arrastres. Se movía un lado y a otro, pero no conseguía atraerla. Me di cuenta de que la adrenalina me impedía sentir que estaba cansada y sudando, y de que soy gilipollas: Moví la cama y la cogí por el otro lado. Arrastrarte no, baby. Siempre por encima.

La senté a mi lado y la miré: dame un momento, necesito calmarme. Primero la recorrí con los ojos. El mayoritario color oscuro perdía protagonismo en pos de lo amarillento del grabado; heridas de flores, líneas, círculos de varios tamaños. Dibujo simétrico en sus cuatro mitades que acaricié haciendo hincapié en los surcos. La así por los bordes y la coloqué sobre mis rodillas. Cerré los ojos y respiré todo el oxígeno que mis pulmones fueron capaces de soportar, seguramente menos de lo que tenían capacidad debido a la ansiedad: sabía lo que me iba a encontrar. Mi pistola. El color azul de las cortinas se reflejaba en el plateado de su cuerpo, que rocé con la punta de los dedos, deleitándome. A su lado los instrumentos de limpieza. Vamos allá.

Cerré la caja y me la llevé al comedor, donde me senté en el sofá con las piernas cruzadas. La caja descansaba sobre la mesa de centro, junto a un cenicero y un paquete de tabaco. Saqué la pistola, que había perdido el azul. Ahora me reflejaba a mí, despeinada, sucia. Me puse a limpiarla directamente, a conciencia y con suavidad. Al poco tiempo perdí la percepción de mi entorno, sólo existía ella. Pulí con un trapo su contorno hasta eliminar la última mota de polvo. Era bellísima. Tan absorta estaba en la cuidadosa manipulación que me olvidé de manipularla con cuidado. Y apreté el gatillo. La bala atravesó mi cabeza, orificio de entrada y de salida, espacio vacío en toda su longitud. Mi primera reacción fue el aturdimiento: ¿qué ha pasado? La segunda el alivio. Acababan de airearse tantas cosas que sólo podía sentir bienestar. Y desde entonces vivo con un espacio abierto en mi cabeza, corrientes de viento que refrescan mis chispazos neuronales.

Es curioso como, a veces, algo como una deflagración a quemarropa, que debería matarte, provoca todo lo contrario. Golpes que creías que dolerían te dan alas para volar y despedirte de pistolas que amabas y guardabas como el más bello de los secretos.

«Encuentra lo que amas y deja que te mate». Ahora lo entiendo. Ahora que vivo. Ahora que sin ti.

 

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